Soy profundamente democrática y no me
deslumbran las investiduras.
Sin embargo, he dado en llamar así al
bizcochuelo para hacerle justicia gastronómica.
Creo, como Honorato de Balzac que: “La igualdad podrá ser un derecho, pero
ningún poder humano podrá convertirla en un hecho”.
Vale decir, expresándome en términos de
cocina, que aunque todas las recetas del mundo tengan derecho a ser
importantes, hay algunas (como el bizcochuelo) que por mérito propio sobrepasan
a otras en el amplio espectro de la
cocina.
¿Por qué?
Quizá porque tiene alma de “madre”…
(“padre”, ¡perdón!).
Si usted aprende a hacer bizcochuelo a
la perfección sabrá también hacer placas de arrollado, princesas, todas las
clases de “gâteau” que su imaginación pueda soñar y…
¡Hasta las vainillas de la torta siciliana!, que acabamos de aprender a hacer con tanto esmero.
El bizcochuelo pertenece a esa categoría
de recetas que deberíamos aprender de memoria porque muchas veces tenemos que
recurrir a ellas, porque son como el ABC de la cocina.
Recuerde que esta preparación tiene su
“identikit” inalienable.
Se prepara sólo con 3 ingredientes:
huevos, harina y azúcar (más el perfume o sabor que le quiera agregar).
Claro que una receta tan simple tiene
sus secretos: elegir huevos frescos, tamizar la harina y… ¡aprender a batir
hasta obtener el “punto letra”!
Aunque sé que al decir esto usted tendrá
todo el derecho de contestarme como San Juan de la Cruz: “Déjate de enseñar, déjate de mandar, déjate de sujetar y serás perfecto”.
Hummm…
¿Conoce usted a alguna cocinera
perfecta?
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