¡Por
supuesto que vienen a mi memoria los increíbles pancitos arrollados que me enseñó
a hacer! Juro que repetí en casa la receta y me salieron parecidísimos. Pero si
me hubiera traído un poquito de harina y del agua de allá… ¡seguro que no
habría habido diferencia! De todos modos, ensáyelos. “Qué empresa de tanta gloria / sólo intentarla es victoria…” (LOPE
DE VEGA). Ante todo, le aclaro, para tranquilidad de las gallinas: no llevan
nada de huevo. Y le agrego, para equilibrio de su presupuesto: llevan una
considerable proporción de manteca.
¿Empezamos? Disuelva en 1/3 de agua tibia 2 cucharadas de levadura de cerveza y
1 de azúcar. Y cuando todo haga blú blú blú, póngalo en el centro de una corona
hecha con 300 gramos de harina. Agréguele 1 cucharada de sal, 120 gramos de
manteca derretida y 1 taza de desayuno de leche tibia. Y, por supuesto,
mientras amasa e incorpora todo, vaya agregando más harina hasta obtener una
masa elástica que se pueda estirar y enrollar con los puños, hasta que quede
bien flexible. (En total absorberá más o menos ¼ kilo de harina).
El
proceso que sigue ya es conocido: una vez hecho el bollo de masa, déjelo levar
bien en lugar tibio. Y, cuando esté bien hinchadito, estírelo sobre la mesa en
forma rectangular dejándola de 1 cm de espesor y úntela totalmente con 30
gramos de manteca derretida. Hecho esto, doble unos 15 cm de un extremo de la
masa y siga doblándola sobre sí misma hasta llegar al otro extremo. Quedará
formado así un rectángulo con varios dobleces. Déjelo nuevamente descansar y,
si no aguanta hasta que esté de nuevo bien levado e hinchadito, le doy permiso
para que abra un debate libre sobre este pensamiento de Anatole France: “Es preciso en esta vida contar con la
casualidad. La casualidad, en definitiva, no es otra cosa que Dios”. ¡Pare
el debate! Tome la masa, estírela dejándola no tan fina y córtela en los
cuadrados o rectángulos que le salgan. Y entonces, sí, con la palma de la mano,
vaya enrollándolos de un vértice al otro vértice opuesto hasta transformarlos
en lo que le dije: pancitos arrollados. Y otra vez déjelos levar. Y otra vez
reabrir el debate. Y otra vez vuelva a los pancitos y hornéelos a fuego suave
primero, para que se abran y crezcan, y fuerte después, para que se doren. Y
justo en el momento de sacarlos del horno, píntelos con leche para darles
aspecto de alta escuela. En cuanto preparen el mate, le doy permiso para
reabrir el debate anterior: ¿Puede cederle la palabra a Chateaubriand? “El hombre que comprendiese a Dios que
comprendiese a Dios seria otro Dios”…
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