Cuando vivíamos en La Pampa, allá lejos
y hace tiempo, papá nos metía a todos en su Dodge tipo Los Intocables y salíamos
al campo a cazar perdices y ser felices. (Antes, como ahora, las historias
terminaban así, con perdices…).
Nosotros – o sea, Roberto, mi hermano
mellizo, y yo – nos limitábamos a comer unas tortas negras así de grandes que
mamá compraba en una panadería de campo.
De más está decirlo: ¡esas tortitas eran todo un premio de la vida!
Laura se ponía a devorar sus novelas de
Delly.
A
Juan Ángel siempre le gustaba señalarle a papá – medio sordo – de dónde salía el
silbar de las perdices.
Y a mamá, a saborear por anticipado el escabeche que haría con ellas, y le mandaría
por comisionista a mi abuela Mamaía que vivía en la Capital.
Una aventura que sabíamos de memoria. Y,
que por otra parte, nos encantaba. Hay que decirlo.
Finalmente, el regreso a casa con dos o tres bolsas de
perdices (nadie controlaba nada en esa época) y, de yapa, más de una copetona y algún peludo…
Aquel escabeche que heredé de mamá y que actualmente, a
falta de perdices, aplico para escabechar carnes cocidas, pollos, pecetos…
¡Y hasta azotillo, cortado en cuadrados
y desgrasado!
Se hace simplemente hirviendo en iguales
cantidades de aceite y vinagre, zanahorias cortadas en rodajas, cebollas en
aros y condimentando luego todo con pimienta negra en grano, pimentón, sal,
laurel…
Y… ¡lo que se le ocurra!
Además de ser un recurso para aprovechar
los sobrantes de carne, sumergiéndolos en el escabeche, este plato tiene para
mi un gustito especial, un sabor a infancia feliz.
Porque no hay nada mas lindo que la infancia.
¿O no?
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