Si yo no tuviera la suerte de
tener necesidad de hacer los mandados y aguantar las colas de la verdulería y
del almacén y de la carnicería… ¿Cómo podría haber descubierto esta receta? Me
la dio una vecina que, además de tener tres varones preciosos y la santa
paciencia necesaria como para no enojarse conmigo cuando quemo papeles y el hollín
se le incrusta en la ropa recién lavada… ¡cocina como los ángeles! Porque mucho
de “torta ángel” le encontré yo a esta fabulosa torta básica. Los ingredientes,
aparentemente, pueden ser los mismos de un bizcochuelo. Pero su autor (o autora)
debe haber sido algún cocinero(a) rutinario que de pronto pudo haber pensado
como Henry Miller: “Dejemos de trabajar
y creemos. Pues la creación es un juego y el juego es divino”. Mire qué fácil
es, en la cocina, cambiar la perspectiva de las cosas: ponga en la batidora 6
claras (reserve las yemas) y olvídese de ellas hasta que estén a punto de nieve
bien firme. Entonces, coloque en una cacerolita 275 gramos de azúcar más 6
cucharadas de agua y deje hervir hasta que el azúcar se derrita y haga burbujas
grandes (casi punto de bolita floja). Ponga entonces la batidora en
funcionamiento y vierta sobre las claras el almíbar, en forma de hilo fino (como
si preparase merengue italiano). Y deje que la maquina trabaje como una máquina,
hasta que la mezcla esté espumosa y fría, mientras le agrega, de a una por vez,
las 6 yemas. Paso final: verter el batido en un bol y mezclarle suavemente 150
gramos de harina tamizados con 50 gramos de maicena y 1 cucharadita de polvo
para hornear. Ahora vierta todo en un molde enmantecado y enharinado (esta
torta crece más que el pasto en primavera) y cocine exactamente con los mismos
cuidados que pone al hacer una torta esponjosa.
Luego desmóldela sobre una rejilla y después haga con ella lo que
quiera. ¿Vio qué miga exquisita? ¡Gracias, vecina! Sin amigos, me sería
imposible escribir…
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