Dado que últimamente los calamares – como las vacas – suelen quitarse la edad y resultan durísimos, he recurrido a métodos más violentos para poder tiernizarlos. En cocina, sólo en cocina, algunos intelectuales tienen razón: “La fuerza engendra el júbilo”.
- Limpie los calamares como sólo yo sé hacerlo: nada de piel, nada de “relleno”, nada de nada. Nada más que los cuerpos, bien limpitos por dentro y por fuera. (El gato, agradecido).
- Metalícese como si fuera a hacer milanesas: ponga el cuerpo de un calamar sobre la tabla de picar y, con lo más duro que tenga a mano (una maza de madera, la mano de un mortero, un nuevo plan económico), péguele sin lástima, de ambos lados, hasta que parezca un lenguado. (¡Eh…! ¡Es sólo un chascarrillo!).
- Ponga a hervir los calamares así torturados en abundante agua con sal. Al cocinarse, ¡se inflarán de lo lindo! Déjelos nadar hasta que, al pincharlos, estén tiernos.
- Escúrralos y corte en rodajas.
- Bañe las rodajas en pasta común de pan queques y fríalas en aceite bien caliente, hasta dorarlas de ambos lados.
- Escúrralas sobre papel absorbente y sale a gusto.
P.D. de Miriam: parece que gustaron en la mesa de Blanca porque el día de la entrevista, entre el fotógrafo y mi hija Irina (que me acompañó) se las devoraron todas.
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