Tener historia es algo serio.
Pero tener leyenda sí que es divertido,
porque tras la fantasía siempre yace la verdad.
Cuentan que hace muchísimo tiempo un
pastor que arriaba ovejitas por la campiña francesa se detuvo cerca de unas
cuevas naturales allí existentes para comer su almuerzo, que consistía en un
gran sándwich de pan de cebada y un pedazo de queso de cabra. Pero en un
descuido tropezó y el sándwich fue a parar al fondo de la cueva. Sin tiempo
para bajar a buscarlo, el pastorcito se alejó, hambriento.
Un año más tarde regreso sin vianda y
con el hambre indexada a la cueva y descubrió en el fondo aquel sandwich que
había perdido alguna vez.
Como los pobres no tienen derecho a ser
aprehensivos, el pastorcito tomo el sándwich cubierto de moho verde, puso cara
de asquete, tiro el pan y, cerrando los ojos, le dio un pequeño mordisco al
relleno: “Oh, là, là…!
El moho desarrollado por la humedad en
la miga de pan de cebada había penetrado en el queso de cabra, confiriéndole un
bouquet especial. Por supuesto, cerca de todo descubrimiento gastronómico
siempre hay alguien con visión de futuro.
Y fueron los monjes de la región quienes
se encargaron, más tarde, de iniciar la fabulosa industria de este queso que
tiene denominación de origen de la región donde se fabrica: Roquefort.
Los que no provienen de allí son
llamados “quesos azules” aunque, en el fondo, les sigamos diciendo… ¡Roquefort!
¡Nadie dice empanadas de queso azul!
Pero se acordó en la Organización
Mundial de Comercio que el único Roquefort era el que se fabricaba solamente en
Roquefort.
Como dijo Winston Churchill: “Cuanto más se vive, más se comprueba que
todo depende de la casualidad”.
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