Desde que la
Cuaresma se llamó Cuaresma, estaba terminantemente prohibido a los
fieles no sólo comer carne, sino comer huevos. Y como las gallinas
no se daban por enteradas de los edictos de la época, los comerciantes, para
conservar la producción, decidieron cocinarlos y guardarlos. Por eso, apenas se
levantaba la veda, los feligreses corrían a la iglesia llevando cestas llenas
de huevos duros para bendecirlos y luego repartirlos entre sus amistades, como
un obsequio largamente esperado (siempre lo que escasea parece más rico…). Más tarde, en la época
de Luis XIV, los comerciantes de avanzada comenzaron a pintar las cascaras de
los huevos duros de rojo, logrando un gran éxito de ventas. De ahí en más todos
los comerciantes dieron rienda suelta a su imaginación. Y hasta el celebre
Watteau pinto una miniatura en la cáscara de un humilde huevo que – según me
dijo una vecina que sabe – todavía se conserva como una reliquia en el Museo de
Versailles… ¿Será por eso que las gallinas siempre me parecieron un
poco vanidosas?
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