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lunes, 1 de abril de 2013

Una de huevos y gallinas...



Desde que la Cuaresma se llamó Cuaresma, estaba terminantemente prohibido a los fieles no sólo comer carne, sino comer huevos. Y como las gallinas no se daban por enteradas de los edictos de la época, los comerciantes, para conservar la producción, decidieron cocinarlos y guardarlos. Por eso, apenas se levantaba la veda, los feligreses corrían a la iglesia llevando cestas llenas de huevos duros para bendecirlos y luego repartirlos entre sus amistades, como un obsequio largamente esperado (siempre lo que escasea parece más rico…). Más tarde, en la época de Luis XIV, los comerciantes de avanzada comenzaron a pintar las cascaras de los huevos duros de rojo, logrando un gran éxito de ventas. De ahí en más todos los comerciantes dieron rienda suelta a su imaginación. Y hasta el celebre Watteau pinto una miniatura en la cáscara de un humilde huevo que – según me dijo una vecina que sabe – todavía se conserva como una reliquia en el Museo de Versailles… ¿Será por eso que las gallinas siempre me parecieron un poco vanidosas?


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